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  • af Benito Perez Galdos
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    El héroe (por fuerza) de esta fábula verdadera y mentirosa, don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, Marqués de Mudarra, Conde de Zorita de los Canes, era un señorito muy galán y de hacienda copiosa, criado con mimo y regalo como retoño único de padres opulentos, sometido en su adolescencia verde a la preceptoría de un clérigo maduro, que debía enderezarle la conciencia y henchirle el caletre, de conocimientos elementales. Por voces públicas se sabe que quedó huérfano a los veinte años, desgracia lastimosa y rápida, pues padre y madre fallecieron con diferencia tan sólo de tres meses, dejándole debajo de la autoridad de un tutor ni muy blando ni muy riguroso; sábese que en este tiempo Carlitos se deshizo del clérigo, despachándole con buen modo, y se dedicó a desaprender las insípidas enseñanzas de su primer maestro, y a llenar con ávidas lecturas los vacíos del cerebro. Lo que se decía del señor Marqués de Torralba de Sisones, padrino y tutor de Carlitos, es como sigue: Aunque el buen señor vivía en continuo metimiento con gente de sotana y hocicaba con el Nuncio y el Marqués de Yébenes, estaba, como quien dice, forrado por dentro de tolerancia y benignidad, virtudes que no eran más que formas de pereza. Por esta razón gastó manga muy ancha con su pupilo, y no le puso ningún reparo para que leyese cuanto le pidieran el cuerpo y el alma, ni para mantener constante trato con muchachos de ideas ardorosas y atropellada condición, despiertos, redichos, incrédulos como demonios. Pero en estas menudencias o chiquilladas no paraba mientes el Marqués tutor, caballero de cortas luces. A su ahijado no exigía más que un cumplimiento exacto de las fórmulas y reglas del honor, la cortesía, el decoro en las apariencias. Nada de escándalos, nada de singularizarse en sitios públicos; evitar en todo caso la nota de cursi; proceder siempre con distinción; divertirse honestamente; al teatro a ver obras morales, cuando las hubiere; a misa los domingos por el que no digan, y por las noches, a casita temprano.

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    Cuando el tren mixto descendente, núm. 65 (no es preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando dentro de los coches, porque el frío penetrante de la madrugada no convidaba a pasear por el desamparado andén. El único viajero de primera que en el tren venía bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntoles si aquel era el apeadero de Villahorrenda. (Este nombre, como otros muchos que después se verán, es propiedad del autor.) ¿En Villahorrenda estamos ¿repuso el conductor, cuya voz se confundía con el cacarear de las gallinas que en aquel momento eran subidas al furgón¿. Se me había olvidado llamarle a Vd., señor de Rey. Creo que ahí le esperan a Vd. con las caballerías. ¿¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios! ¿dijo el viajero envolviéndose en su mantä. ¿No hay en el apeadero algún sitio dónde descansar y reponerse antes de emprender un viaje a caballo por este país de hielo? No había concluido de hablar, cuando el conductor, llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio, marchose, dejando a nuestro desconocido caballero con la palabra en la boca. Vio este que se acercaba otro empleado con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase al compás de la marcha, proyectando geométrica serie de ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del andén, formando un zig¿zag semejante al que describe la lluvia de una regadera.

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    Tetuán, mes de Adar, año 5620.¡Vive Dios, que no sé ya cómo me llamo! Yahia dicen los del Mellah al verme; Alarcón me saluda con apodos burlescos, Profetángano, Don Bíblico; para algunos moros maleantes soy Djinn, que quiere decir diablillo, geniecillo; y mi venerable amigo el castrense don Toro Godo me ha puesto el remoquete de Confusio (con ese). Cuando me recojo en mí, y examino y desdoblo mi personalidad, ahora tan envuelta sobre sí propia, vengo a reconocer que soy aquel Juan que vino de España con el Ejército de O'Donnell, trayendo consigo poco más de lo puesto, un humilde y no manchado apellido, que creo era Santiuste, y una condición que tengo por sencilla y mansa, la cual, dividida en cuartos, me da tres partes de galán enamoradizo y un cuartillo de poeta. Tal soy, tal fui. Quiero reconstruir mi ser sintético, y fundar en él la nueva conciencia que necesito al cabo de tantos trastornos, en ésta mi africana vida tan atropellada y exuberante.Si apenas sé cómo me llamo, tampoco me doy clara cuenta de la religión que profeso, pues las tres que aquí tenemos, confunden en los espacios de mi espíritu sus viejos dogmas y sus ritos pintorescos. Y ved aquí que yo, el hombre de las grandes confusiones, el panteólogo desmemoriado que, al descuidar la fijeza de su nombre, borra con igual descuido los nombres de las cosas, me meto a refundir en una sola creencia las tres que aquí los humanos practican, divididos en castas, familias o rebaños, con sus marcas correspondientes. Adviértase que la síntesis religiosa es para mi uso particular y exclusivo goce, sin ningún prurito de apostolado ni cosa que lo valga. Las tres me mandan que ame a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a mí mismo, y que perdone las ofensas; las tres me señalan la vida perdurable como fin sin fin de nuestro ser, y me ofrecen recompensa o castigo conforme al valor moral de mis acciones, mientras me tiene Dios estacado en la sociedad humana, paciendo en las no siempre fértiles praderas de la vida fisiológica.

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    Los ociosos caballeros y damas aburridas que me han leído o me leyeren, para pasar el rato y aligerar sus horas, verán con gusto que en esta página todavía blanca pego la hebra de mi cuento diciéndoles que al escapar de Cuenca, la ciudad mística y trágica, fuimos a parar a Villalgordo de Júcar, y allí, mi compañero de fatigas Ido del Sagrario y yo, dando descanso a nuestros pobres huesos y algún lastre a nuestros vacíos estómagos, deliberamos sobre la dirección que habíamos de tomar. El desmayo cerebral, por efecto del terror, del hambre y de las constantes sacudidas de nervios en aquellos días pavorosos, dilató nuestro acuerdo. Inclinábame yo a correrme hacia Valencia, impelido por corazonadas o misteriosos barruntos. Di en creer que hallaría en tierras de Levante a mi maestra Mariclío y que por ella tendría conocimiento de la preparación de graves sucesos. Pero a Ido le tiraba hacía Madrid una fuerte querencia: su mujer, sus amigos, su casa de huéspedes. La ley de adherencia en las comunes andanzas aventureras nos apegaba con vínculo estrecho. Desconsolados ambos ante la idea de la separación, cogimos el tren en La Roda y nos plantamos en la Villa y Corte. Largos días permanecí recluido en mi aposento pupilar de la calle del Amor de Dios. La casa estaba desierta por ausencia de los estudiantes de San Carlos que gozaban ya de la dilatada vagancia veraniega. Prisionero me constituí en mi celda, sin osar poner los pies en la calle, no sólo por aburrimiento, sino por tener mis bolsillos tristemente limpios y mondos de toda clase de numerario. Olvidado me tenía mi excelsa Madre, sin que mi conciencia ni mi razón explicarme supieran la causa de tal abandono, pues nada hice ni pensé que pudiera desagradarla. Cuantas veces acudí a la portería de la Academia de la Historia en busca de los emolumentos que allí, solícita y puntual, me consignaba Doña Mariana, hube de volverme desconsolado y con las manos vacías a mi pobre hospedaje. Por fin, avanzado ya el mes de Agosto, ¡oh inefable dicha! la portera de la docta casa me entregó con graciosa solemnidad un paquete que contenía suma moderada de los sucios papiros que llamamos billetes de Banco, y una cartita cuyo interesante contenido devoré con mis ojos en el corto trayecto de la calle del León a la del Amor de Dios.

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    Madrid, 3 de Febrero de 1852.- En el momento de acometer Merino a nuestra querida Reina, cuchillo en mano, hallábame yo en la galería del Norte, entre la capilla y la escalera de Damas, hablando con doña Victorina Sarmiento de un asunto que no es ni será nunca histórico... La vibración de la multitud cortesana, un bramido que vino corriendo de la galería del costado Sur, y que al pronto nos pareció racha de impetuoso viento que agitaba los velos y mantos de las señoras, y precipitaba a los caballeros a una carrera loca tropezando en sus propios espadines, nos hizo comprender que algo grave ocurría por aquella parte... «Ha sido un clérigo», oí que decían; y en efecto, recordé yo haber visto entre el gentío, poco antes, a un sacerdote anciano, cuyas facciones reconocí sin poder traer su nombre a mi memoria... Hacia allá volé, adelantándome a los que iban presurosos, o tropezando con damas que aterradas volvían, y lo primero que vi fue un oficial de Alabarderos que a la Princesita llevaba en alto hacia las habitaciones reales. Luego vi a la Reina llevada en volandas... ¡Atentado, puñalada... un cura! ¿Había sido herida gravemente? Muerta no iba. Creí oírla pronunciar algunas palabras; vi que movía su hermoso brazo casi desnudo, y la mano ensangrentada. Rápida visión fue todo esto, atropellada procesión de carnes, terciopelos, gasas, mangas bordadas de oro, tricornios guarnecidos de plata, Montpensier lívido, el infante don Francisco casi llorando... Al Rey no le vi: iba por el lado de la pared, detrás del montón fugitivo... Vi a Tamames; creo que vi también a Balazote...

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    Levantábase tarde, y después de dar cuerda a sus relojes, se ponía a disposición del peluquero, quien en poco más de hora y media le arreglaba la cabeza por fuera, que por dentro sólo Dios pudiera hacerlo. Luego daba al reloj de su cuerpo la cuerda del necesario alimento, como decía Comella, la cual cuerda pasaba aún más allá de la media docena de bollos de Jesús reblandecidos en dos onzas de chocolate. Incontinenti tenía lugar la operación de vestirse y calzarse, no consumada a dos tirones, sino con toda aquella pausa, aplomo, espaciosidad y mesura que la índole de los tiempos exigía. Una vez en la calle, dirigía sus pasos a cierta casa de la Cuesta de la Vega, donde es fama que habitaba la discreta mayorazga, con cuyo linaje la casa de Rumblar concertara genealógico y utilitario ayuntamiento. Esta visita no era de mucho tiempo, y al poco rato salía D. Diego para encaminarse ligero como un corzo a la calle de la Magdalena, donde vivía un señor de Mañara, de quien era devotísimo y fiel amigo. Era creencia general que comían juntos, y luego leían la Gaceta, el Semanario patriótico, el Memorial literario y cuantos papeles impresos venían de Valencia, Sevilla o Bayona, tarea que les entretenía hasta el anochecer; y por fin a la hora y punto en que las calles de Madrid se tapujaban con aquel manto de simpática oscuridad que el positivismo alumbrador de estos tiempos ha rasgado en mil pedazos, nuestros dos galanes salían juntos en luengas capas embozados, y a veces con traje muy distinto del que usaban durante el día. Aquí tenía principio, según opinión de los sesudos autores que se han ocupado de D. Diego de Rumblar, la verdadera existencia de aquel insigne rapazuelo, así como también es cierto que todos los cronistas, si bien desacordes en algunos pormenores de sus escandalosas aventuras, están conformes en afirmar que siempre le acompañaba el supradicho Mañara, y que casi nunca dejaban de visitar a una altísima dama, la cual lo era sin duda por vivir en un tercer piso de la calle de la Pasión, y tenía por nombre la Zaina o la Zunga, pues en este punto existe una lamentable discordancia entre autores, cronistas, historiógrafos y demás graves personas que de las hazañas de tan famosa hembra han tratado.

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    A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el exótico nombre de reporter, de estos que corren tras la información, como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un edificio y cuantos sucesos afectan al Orden público y a la Justicia en tiempos comunes, o a la Higiene en días de epidemia, debo el descubrimiento de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo Estefanía), situada en una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico con su altísono y coruscante nombre: calle de las Amazonas. Los que no estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad (o villa) del sarcasmo y las mentiras maleantes, no pararán mientes en la tremenda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se detendrán a investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de dónde vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales del Oso. He aquí un vacío que mi erudición se apresura a llenar, manifestando con orgullo de sagaz cronista, que en aquellos lugares hubo en tiempos de Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo, aderezadas al estilo de las heroínas mitológicas, unas comparsas de mujeronas, que concurrieron a los festejos con que celebró Madrid la entrada de la reina doña Isabel de Valois.

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    Entonces, como ahora, el sol hacía su presentación por el campo desolado de Abroñigal, y sus primeros rayos pasaban con movimiento de guadaña, rapando los árboles del Retiro, después los tejados de la Villa Coronada... de abrojos. Cinco de aquellos rayos primeros, enfilando oblicuamente los cinco huecos de la Puerta de Alcalá como espadas llameantes, iluminaron a trechos la vulgar fachada del cuartel de Ingenieros y las cabezas de un pelotón desgarrado de plebe que se movía en la calle alta de Alcalá, llamada también del Pósito. Tan pronto el vago gentío se abalanzaba con impulso de curiosidad hacia el cuartel; tan pronto reculaba hasta dar con la verja del Retiro, empujado por la policía y algunos civiles de a caballo... El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de Junio) sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra. La primera tanda de aquellos tristes mártires sin gloria se componía de diez y seis nombres, que fueron brevemente despachados de Consejo, Sentencia y Capilla en el cuartel de Ingenieros, y en la mañana de referencia salían ya para el lugar donde habían de morir a tiros; heroica medicina contra las enfermedades del Principio de Autoridad, que por aquellos días y en otros muchos días de la historia patria padecía crónicos achaques y terribles accesos agudos... Pues los pobres salieron de dos en dos, y conforme traspasaban la puerta eran metidos en simones. Tranquilamente desfilaban estos uno tras otro, como si llevaran convidados a una fiesta. Y verdaderamente convidados eran a morir... y en lugar próximo a la Plaza de Toros, centro de todo bullicio y alegría.

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    Ni se necesita compulsar prolijamente los tratadistas más autorizados de cosas de salones, para adquirir la certidumbre de que las señoras del Águila permanecieron algún tiempo en la obscuridad, como avergonzadas, después de su cambio de fortuna. Mieles no las cita hasta muy entrado Marzo, y el Pajecillo las nombra por primera vez enumerando las mesas de petitorio en Jueves Santo, en una de las más aristocráticas iglesias de esta Corte. Para encontrar noticias claras de épocas más próximas al casamiento, hay que recurrir al ya citado Juan de Madrid, uno de los más activos y al propio tiempo más guasones historiógrafos de la vida elegante, hombre tan incansable en el comer como en el describir opulentas mesas, y saraos espléndidos. Llevaba el tal un Centón en que apuntando iba todas las frases y modos de hablar que oía a D. Francisco Torquemada (con quien trabó amistad por Donoso y el Marqués de Taramundi), y señalaba con gran escrúpulo de fechas los progresos del transformado usurero en el arte de la conversación. Por los papeles del Licenciado sabemos que desde Noviembre decía D. Francisco a cada momento: así se escribe la historia, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamos justos.

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    El padre Jerónimo de Matamala, uno de los frailes más discretos del convento de franciscanos de Ocaña, hombre de genio festivo y arregladas costumbres, dejó la esculpida y lustrosa silla del coro en el momento en que se acababa el rezo de la tarde, y muy de prisa se dirigió a la portería, donde le aguardaba una persona, que había mostrado grandes deseos de verlo y hablarle. Poco antes un lego, que desempeñaba en aquella casa oficios nada espirituales, había trabado una viva contienda con el visitante. Empeñábase éste en ver al padre Matamala, contrariando las prescripciones litúrgicas que a aquella hora exigían su presencia en el coro; se esforzaba el lego en probar que tal pretensión era contraria a la letra y espíritu de los sagrados cánones, y oponía la inquebrantable fórmula del terrible non possumos a las súplicas del forastero, el cual, fatigado y con muestras de gran desaliento, se apoyaba en el marco de la puerta. Hablaba con descompuestos ademanes y alterada voz; contestábale el otro con rudeza, orgulloso de ejercer autoridad aunque no pasara de la entrada; y el diálogo iba ya a tomar proporciones de altercado, tal vez la cuestión estaba próxima a descender de las altas regiones de la discusión para expresarse en hechos, cuando apareció fray Jerónimo de Matamala, y abriendo los brazos en presencia del desconocido, exclamó con muestras de alborozo:-¡Martín, querido Martín, tú por aquí! ¿Cuándo has llegado?... ¿De dónde vienes?

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    La representa tres habitaciones de la casa de Orozco; gran salón en el centro y dos salas laterales, las tres piezas comunicadas entre sí y decoradas con elegancia y riqueza. Por la puerta del fondo del salón en entran los personajes que vienen del exterior. La sala de la derecha, en la cual se ven las mesas de tresillo, comunica por el fondo con el comedor y billar de la casa; la de la izquierda con gabinetes y dormitorios. Es de noche. El salón y sala de la derecha están profusamente alumbrados. En la sala de la izquierda, decorada a estilo japonés, sólo hay dos lámparas, ambas con grandes pantallas.ESCENA PRIMERASucesivamente, conforme lo indica el diálogo, entran por la puerta del fondo del salón central VILLALONGA, EL MARQUÉS DE CÍCERO, AGUADO, CISNEROS, EL CONDE DE MONTE CÁRMENES.

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    A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para emprender solo y calladito el camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo, otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos o tres de los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

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    Tradiciones fielmente conservadas y ciertos documentos comerciales, que podrían llamarse el Archivo Histórico de la familia de Cordero, convienen en que Doña Robustiana de los Toros de Guisando, esposa del héroe de Boteros, falleció el 11 de Diciembre de 1826. ¿Fue peritonitis, pulmonía matritense o tabardillo pintado lo que arrancó del seno de su amante familia y de las delicias de este valle de lágrimas a tan digna y ejemplar señora? Este es un terreno oscuro en el cual no ha podido penetrar nuestra investigación ni aun acompañada de todas las luces de la crítica.Esa pícara Historia, que en tratándose de los reyes y príncipes, no hay cosa trivial ni hecho insignificante que no saque a relucir, no ha tenido una palabra sola para la estupenda hazaña de Boteros, ni tampoco para la ocasión lastimosa en que el héroe se quedó viudo con cinco hijos, de los cuales los dos más pequeñuelos vinieron al mundo después que el giro de los acontecimientos nos obligó a perder de vista a la familia Cordero.

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    Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena por opuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche.Embozado primero.¡Bruto!Embozado segundo.El bruto será él.¿No ve usted el camino?¿Y usted no tiene ojos?... Por poco me tira al suelo.Yo voy por mi camino.Y yo por el mío.Vaya enhoramala. (Siguiendo hacia la derecha.)¡Qué tío!Si te cojo, chiquillo... (Deteniéndose amenazador.) te enseñaré a hablar con las personas mayores. (Observa atento al embozado segundo.) Pero yo conozco esa cara. ¡Con cien mil de a caballo!... ¿No eres tú...?Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del Demonio, es la de D. José Ido del Sagrario.¡Felipe de mis entretelas! (Dejando caer el embozo y abriendo los brazos.) ¿Quién te había de conocer tan entapujado? Eres el mismísimo Aristóteles. ¡Dame otro abrazo... otro!

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    Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían á la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado mas, añadido á la lista de alcaldes, funcionarios, gentileshombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento á la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo ó ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto á las puertas de Palacio, de la casa de Villa ó de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.

  • af Benito Perez Galdos
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    242,95 - 362,95 kr.

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  • af Benito Perez Galdos
    297,95 - 437,95 kr.

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  • af Benito Perez Galdos & Clara Bell
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