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    Saragossa: A Story of Spanish Valor, a classical book, has been considered important throughout the human history, and so that this work is never forgotten we at Alpha Editions have made efforts in its preservation by republishing this book in a modern format for present and future generations. This whole book has been reformatted, retyped and designed. These books are not made of scanned copies of their original work and hence the text is clear and readable.

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    DON ISIDRO, en la mesa, examinando un libro de cuentas, DOÑA TRINIDAD, en el centro, sentada; junto a ella, DON NICOMEDES, sentado como en visita, LUENGO, en pie.ISIDRO.- (Dando un gran suspiro, cierra el libro de cuentas.) Si Dios no hace un milagro, no hay salvación para mi casa.TRINIDAD.- (Afligida.) ¡Jesús nos valga!LUENGO.- Querido don Isidro, ánimo. Una retirada honrosa, como dijo el otro, vale tanto como ganar la batalla.NICOMEDES.- Justo. El valor es plata, la prudencia oro. ¿Que no puede usted vencer? Pues se retira en buen orden, y...LUENGO.- Y acepta el traspaso que le propuse.TRINIDAD.- ¡Traspasar, rendirse cobardemente! ¡Ay, si viene la miseria no es decoroso que nos entreguemos a ella sin lucha!ISIDRO.- (Con gran abatimiento.) ¡Luchar! ¡Qué bonito para dicho! Pero, en fin, luchemos, alma, luchemos. (Reanimándose.) Cierto que aún podríamos... Luengo querido, don Nicomedes, yo veo un medio de salir a flote, con paciencia, y tiempo por delante... pero necesito del concurso de los buenos amigos...LUENGO.- Don Isidro de mi alma, doña Trinidad, bien saben que les quiero como un hijo... ¡Ah, si yo tuviera capital, ya estaba usted salvado! Pero es público y notorio que mis corretajes no me dan más que lo comido por lo servido. El amigo don Nicomedes, a quien hablé esta mañana de parte de usted, ha tenido la bondad de venir conmigo para manifestarles...

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    Las primeras claridades de un amanecer lento y pitañoso, como de Enero, colándose por claraboyas y tragaluces en el interior del que fue palacio de Gravelinas, iba despertando todas las cosas del sueño de la obscuridad, sacándolas, como quien dice, de la nada negra a la vida pictórica... En la armería, la luz matinal puso el primer toque de color en el plumaje de yelmos y morriones; modeló después con trazo firme los petos y espaldares, los brazales y coseletes, hasta encajar por entero las gallardísimas figuras, en quien no es difícil ver catadura de seres vivos, porque la costra de bruñido hierro, cuerpo es de persona monstruosa y terrorífica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si se esconde un alma!... Todo podría ser. Los de a caballo, embrazando la adarga, en actitud de torneo más que de guerra, tomaríanse por inmensos juguetes, que fueron solaz de la Historia cuando era niña... En alguno de los guerreros de a pie, cuando ya la luz del día determinaba por entero sus formas, podía observarse que los maniquíes vestidos del pesado traje de acero, se aburrían soberanamente, hartos ya de la inmovilidad que desencajaba sus músculos de cartón, y del plumero que les limpiaba la cara un sábado y otro, en miles de semanas. Las manos podridas, con algún dedo de menos, y los demás tiesos, no habrían podido sostener la lanza o el mandoble, si no se los ataran con un tosco bramante. En lo alto de aquel lindo museo, las banderas blancas con la cruz de San Andrés colgaban mustias, polvorosas, deshilachadas, recordando los tiempos felices en que ondeaban al aire, en las bizarras galeras del Tirreno y del Adriático.

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    227,95 kr.

    Pues señor... fue el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que no lo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los pavos, de dulce memoria.Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo que importe) cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecito reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa, salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana; y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios; los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba; los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando...

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    JUAN.- (A MAGÍN.) ¿Qué ocurre?MAGÍN.- Romagosa ha dado un achuchón al regimiento de Mallorca, de la columna de Zorraquín, matándole seis hombres y cogiéndole catorce prisioneros.JUAN.- ¿Dónde? MAGÍN.- Hacia Bellver. JUAN.- ¿Qué más? MAGÍN.- El Trapense ha destrozado la columna de Rotten. JUAN.- Bien.MONSA.- Ese es el hombre, fray Antonio Marañón, nuestro bendito guerrillero, defensor del trono y de la fe.BONAIRE.- ¡Viva el Trapense! MONSA.- Juicio, señor Bonaire. Con su entusiasmo ha enredado la madeja.SATURNA.- Y con sus chillidos no me deja leer.BONAIRE.- (Tratando de desenredar la madeja.) incomodarse. ¡Viva el Rey absoluto!Señoras, no es paraMONSA.- ¡Adulón! (Se levanta para arreglar la madeja.)JUAN.- (Al Oficial, que se levanta.) Que salgan al instante los refuerzos que enviamos a Misas.CASTELL.- (Saludando.) Mi General... (Vase.) JUAN.- (A MAGÍN.) ¿Y tú...? MAGÍN.- ¿Me vuelvo a la facción? JUAN.- Sí. MONSA.- ¡Pobre Magín! Déjale descansar siquiera un día. Encasa le necesitamos. MAGÍN.- Quiere la señora doña Susanita que aliste la litera para salir de paseo. JUAN.- Es verdad. Puedes quedarte hoy.

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    Esta obra, estrenada en el teatro de la Comedia la noche del 11 de Diciembre, no agradó al público. No necesito encarecer mi fusión y tristeza, casi estoy por decir mi vergüenza ante el con u fracaso, pues compuse el drama con la franca ilusión de que sería bien acogido; llegué a figurarme, trabajando en él con ciego entusiasmo, que lograba expresar ideas y sentimientos muy gratos a la sociedad contemporánea en los tiempos que corren; lo terminé a conciencia, lo corregí y limé cuanto pude, y persuadido de no haber hecho un despropósito, ni mucho menos, lo entregué confiado y tranquilo a D. Emilio Mario, que tuvo la bondad de mandar sacarlo de papeles sin pérdida de tiempo, y de repartirlo y ensayarlo con el esmero que es de ritual en aquella casa. El estreno, como brusca sacudida que nos transporta del ensueño a la realidad, me presentó todo al revés de lo que yo había pensado y sentido. El teatro es esto. Las obras de uno y otro género, así las muy pensadas y con cariño escritas, como las compuestas a vuela pluma, no son más que la mitad de una proposición lógica, y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad, o sea el público. ¿Casa? Resulta el conjunto verdad, el éxito. ¿No casa? Pues de seguro hay error grave en una de las partes, o en las dos.

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    En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes, por los cuales pasé en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de Castilla.Abran los oídos y escuchen y entiendan cómo un varón listo y honrado podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos, sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni poner tarifa a su conciencia o vil tasa a su honor, cual suelen hacer los menguados ambiciosillos del día, después que las sanas costumbres, la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de pícaros vividores.

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    Sala en el palacio de Alto-Rey. El soberbio artesonado es el único vestigio de la antigua magnificencia. Las paredes desnudas; el mueblaje moderno, poco elegante; algunas piezas, ordinarias. Puerta al fondo y a la derecha. A la izquierda, ventana o balcón. Cerca de éste una mesa de escribir. A la derecha, sillón de respeto, sillas. Es de día.Escena PrimeraCirila, arreglando y limpiando los muebles; Corral, El Pocho, que entran por el fondo. Corral viste con afectación y mal gusto, ostentando brillantes gordos en la pechera, cadena de reloj muy llamativa y sortijas con piedras de valor.Pocho. ¿Dan su permiso? Cirila. Adelante. Corral. ¿No han vuelto de misa los señores? Cirila. No tardarán. (Displicente.) ¡Vaya, otra vez aquí estos moscones!5 Pocho. Otra vez, y cien más, hasta que... Corral. Perdone la señora Cirila, yo no vengo a cobrar.Cirila. Viene a fisgonear, que es peor, y a meter sus narices en las interioridades de la casa...10Corral. Ea, no despotrique, señora. Cirila. (Aparte.) ¡Farsante!Pocho. Yo no hago papeles. Vengo por el aquél de mi propio derecho. (Saca un papel y lo muestra.) El Sr. D. Pedro de Guzmán, Marqués de Alto-Rey y15 de San Esteban de Gormaz, es en deber a Francisco Muela, apodado El Pocho, la cantidad de...Cirila. Basta.

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    Medio siglo era por filo... poco menos. Corría Noviembre de 1850. Lugar de referencia: Madrid, en una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro.La mañana había sido glacial, destemplada y brumosa la tarde; entró la noche con tinieblas y lluvia, un gotear lento, menudo, sin tregua, como el llanto de las aflicciones que no tienen ni esperanza remota de consuelo. A las diez, la embocadura de la calle de Rodas por la de Embajadores era temerosa, siniestro el espacio que la obscuridad permitía ver entre las dos filas de casas negras, gibosas, mal encaradas. El farol de la esquina dormía en descuidada lobreguez; el inmediato pestañeaba con resplandor agónico; sólo brillaba, despierto y acechante, como bandido plantado en la encrucijada, el que al promedio de la calle alumbra el paso a una mísera vía descendente: la Peña de Francia. Ánimas del Purgatorio andarían de fijo por allí; las vivientes y visibles eran: un ciego que entró en la calle apaleando el suelo; el sereno, cuya presencia en la bajada al Rastro se advirtió por la temblorosa linterna que hacía eses de una en otra puerta, hasta eclipsarse en el despacho de vinos; una mendiga seguida de un perro, al cual se agregó otro can, y siguieron los tres calle abajo... En el momento de mayor soledad, una mujer dobló con decidido paso la esquina de Embajadores, y puso cara y pecho a la siniestra calle, sin vacilación ni recelo, metiéndose por la obscuridad, afrontando animosa las molestias y peligros del suelo, que no eran pocos, pues donde no había charco, había resbaladizas piedras, y aquí y allá objetos abandonados, como cestos rotos o montones de virutas, dispersos bultos que figuraban en la obscuridad perros dormidos o gatos en acecho.

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    El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El Sr. D. Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.

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    Venid acá otra vez, fieles parroquianos de estas páginas, y escuchad la voz de aquel buen Tito, entrometido indagador de cosas y personas, familiar diablillo que os entretuvo con la vaga historia del Rey saboyano; venid acá otra vez, y os contará cómo saltó España del trono mayestático al tablado de la República, las fatigas, desazones y horribles discordias que afligieron a esta Patria nuestra, tan animosa como incauta, y por fin, el traqueteo nervioso y epiléptico que la precipitó a su desdichada caída. Reconocedme, soy el mismo: chiquitín, travieso, enamorado, con tendencias a exagerar estas cualidades o defectos, si es que lo son. Mi estatura parece que tiende a empequeñecerse más cada día; la agilidad de mi espíritu y de mis movimientos toca ya en lo ratonil, y en cuanto a mis inclinaciones y aptitudes donjuanescas, debo decir que vivo en constante combustión amorosa. Ansío penetrar con vosotros en la selva histórica que nos ofrecen los adalides republicanos en once meses del año 1873, año de sarampión agudísimo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos España. La historia de aquel año es, como he dicho, selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa penumbra.

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    LA MARQUESA DE MALAVELLA con sus dos hijos, DANIEL y JAIME, que entran por el parque. Después GABRIELA.LA MARQUESA.- Ya estamos... ¡Ay, hijos, me habéis traído a la carrera! (Volviéndose para contemplar el paisaje.) ¡Pero qué jardín, qué vegetación! Santa Madrona es un paraíso, y el amigo Moncada vive aquí como un príncipe.JAIME.- No verás posesión como esta en todo el término de Barcelona. ¡Y qué torre, qué residencia señoril! Cuando entro en ella, eso que llamamos espíritu parece que se me dilata, como un globo henchido de gas.DANIEL.- (meditabundo.) Cuando entro en ella, la hipocondría no se contenta con roerme; me devora, me consume. (Apártase de su madre y de Jaime, y cuando estos avanzan al proscenio, vuelve hacia el fondo contemplando la vegetación.)LA MARQUESA.- ¿Y Gabriela?JAIME.- (mirando hacia el comedor.) Ahora saldrá. Está dando la merienda a los niños.LA MARQUESA.- ¿Chiquillos, aquí?JAIME.- Sí, mamá: los seis hijos de Rafael Moncada, que han sido recogidos por su abuelo.LA MARQUESA.- Es verdad... ¡Pobres huerfanitos! (Entra Gabriela en traje de casa, muy modesto, con delantal.) Gabriela, hija mía, ángel de esta casa. (La besa cariñosamente.) ¿Pero cómo te las gobiernas para atender a tantas cosas?GABRIELA.- ¡Qué remedio tengo! Ya ve usted... Estoy hecha una facha. (Quitándose el delantal.) Les he dado la merienda, y ahora van de paseo con el ama y la institutriz. (Saludando a Daniel.) Dichosos los ojos...

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    Lo que vamos á referir ocurrió en Abril y en Semana Santa, que vino aquel año algo atrasada. En cambio la Primavera se había adelantado tanto, que San José trajo muchas flores, la Encarnación más y San Venancio entró lleno de rosas y claveles. Pocas veces se había visto Ficóbriga tan bien engalanada para las festividades religiosas más interesantes al alma y á los ojos del cristiano; y además de la placentera estación y del delicioso temple con que le favorecía Naturaleza, tenía aquel devotísimo pueblo otros motivos de gozo. Sí, sabedlo: aquel año habría procesiones, regocijo de que estuvieron privados los anteriores á causa de la pobreza del clero y lastimosa decadencia del culto. Y aquel año habría procesiones, porque ofrecieron costearlas de su bolsillo particular dos beneméritos ficobrigenses, el Excelentísimo Sr. D. Buenaventura y la señora doña Serafina de Lantigua, hermanos de D. Angel y del difunto D. Juan Crisóstomo, que falleció repentinamente el día de Santiago del año anterior. En el capítulo IV de la primera parte hicimos rápida mención de estas dos estimables personas; mas no era entonces ocasión de hablar mucho de ellas: ahora sí. ¿Venturita y la Serafinädecía á sus amigos en el pórtico de la Abadía la esposa de D. Juan Amarillo,¿han venido á Ficóbriga con el objeto que todos sabemos, y cuanto digan de arreglar la testamentaría del señor D. Juan es farsa y enredo... Aquel desgraciado señor, aunque murió como si le partiera un rayo, dejó sus intereses y sus papeles en orden completo... Pero es preciso decir algo para que el público no se fije en la verdad... ¡Ah, la verdad! ¡Bienaventurados los que, como yo, la ponen por encima de todas las cosas!... Y la verdad es que...

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    En el invierno de 1809 a 1810 las cosas de España no podían andar peor. Lo de menos era que nos derrotaran en Ocaña a los cuatro meses de la casi indecisa victoria de Talavera: aún había algo más desastroso y lamentable, y era la tormenta de malas pasiones que bramaba en torno a la Junta central. Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba.Y aquel era enemigo, lo demás es flor de cantueso. Me río yo de insurrecciones absolutistas y republicanas, en tiempos en que el poder central cuenta con grandes elementos para sofocarlas. Aquello no se parecía a ninguna de estas niñerías de ahora, pues con las tropas que Napoleón envió a España a fines del año constaba de trescientos mil hombres el ejército invasor. Los nuestros, dispersos y desanimados, no tenían un general experto que los mandase; faltaban recursos de todas clases, especialmente de dinero, y en esta situación el poder central era un hervidero de intriguillas. Las ambiciones injustificadas, las miserias, la vanidad ridícula, la pequeñez inflándose para parecer grande como la rana que quiso imitar al buey, la intolerancia, el fanatismo, la doblez, el orgullo rodeaban a aquella pobre Junta, que ya en sus postrimerías no sabía a qué santo encomendarse. Bullían en torno a ella políticos de pacotilla de la primera hornada que en España tuvimos, generales pigmeos que no supieron ganar batalla alguna; y aunque había también varones de mérito así en la milicia como en lo civil, estos o no tenían arrojo para sobreponerse a los tontos, o carecían de aquellas prendas de carácter sin las cuales, en lo de gobernar, de poco valen la virtud y el talento.

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    «1.º de Enero.- Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica... '¿Y qué haré yo con tantos discursos? -dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos que han sido sepultura de su padre-. ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos caballeros constituyentes?... ¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?'.»2 de Enero.- Si escribir pudiéramos la Historia futura, corriendo más aprisa que el tiempo, yo escribiría que el Rey X, si acaso lo encuentran, no querrá venir a este cráter del volcán en erupción. Se le quemarán las botas.»3 de Enero.- Estos Carabancheles son desprendimientos del apretado cascote que llamamos Madriles. Hastiados de formar en ringleras, sin aire ni luz, algunos caseríos se han escurrido bonitamente hacia el campo. Aquí vivo, no por mi gusto, sino por el de mi madre, que como buena campesina tira siempre a las Afueras.»6, día de los Santos Reyes.- ¡Oh, qué visión divina me trajeron los Magos de Oriente!... Pasó el tiempo en que mi buena madre dejaba en el balcón mi zapato para que Gaspar, Melchor y el negro Baltasar me pusieran en él soldados o cañoncitos, que colmaban mis inocentes ambiciones. Anoche, sin aventurar zapato ni chinela, los Reyes fueron para mí más que nunca propicios y dadivosos, porque apenas abrí hoy la ventana por donde suelo contemplar la huerta de esta casa y la de la casa medianera, separadas por vieja tapia, vi una figura, imagen, persona, que al pronto me pareció ángel, después mujer. Verla y pensar que había encontrado mi novia definitiva, el ideal de amor, fueron dos facetas de un solo momento, iluminadas por un solo relámpago... Cuando absorto clavé mis ojos en la hermosa visión, esta me miró a mí... Pasado un segundo, dos quizás, la imagen se desvaneció tras de un ciprés... Esperé un rato; no la vi más. Yo miraba al ciprés y le decía: 'ciprés amigo, apártate un poco; déjame ver si...'.

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    The Novel on the Tram, has been considered important throughout human history. In an effort to ensure that this work is never lost, we have taken steps to secure its preservation by republishing this book in a modern format for both current and future generations. This complete book has been retyped, redesigned, and reformatted. Since these books are not scans of the authors' original publications, the text is readable and clear.

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